(A J. C. M. Manzano)
En
una consulta de urgencias, acompañando a Juan Carlos que iba muy preocupado
porque había recibido un memorable mordisco de un alto cargo de la
administración local y de cuya herida salía, al pellizcarse, una especie de
engrudo rosáceo, escuché lo siguiente:
—Verá
usted, señor Martínez, el síntoma es claro y lo tenemos bien catalogado. Su
sangre maciza es la manifestación común en una clase de pacientes que, como
usted, deforman la realidad. Pero no se preocupe. Le diré lo que debe hacer a
partir de ahora: cambiar de género literario. De no hacerlo corre el riesgo de quedarse
en estado de tuerca. Y a día de hoy, tal y como están las cosas, eso significa ser
alguien. Si usted desea llevar una vida social sana, en continuo diálogo con
sus lectores y críticos, incluso con sus compañeros de profesión, escriba
ficción. Hágame caso y en unos meses notará un cambio considerable. Para
comprobar, de hecho, la mejoría, métase por ejemplo en un autobús interurbano y
espere hasta alcanzar la mitad del trayecto. Desnúdese con discreción al fondo
del pasillo y abra la puerta trasera para seguidamente bajarse en marcha.
Aunque le parezca una acción temible, relaje sus miembros y ruede con naturalidad,
como si le hiciera un descosido al aire. Al fin detenido donde sea, asómese a
sus rodillas y sus codos, contemple con prístina perspectiva la originaria liquidez de su cuerpo y, no sin antes asegurarse de que la gente le mira, diga
las cosas como las ve.
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