Salvo excepciones extraordinarias (se me
ocurren algunas pero no es lugar para describirlas), a nadie le gusta ser
oprimido. Del significado de la palabra opresión se desprenden diferentes niveles
de intensidad si bien en todos hay dos denominadores comunes: el del malestar hacia
la relación autócrata-tiranizado (sustitúyanse los términos como se desee), y el
de extenderse hacia múltiples parcelas de la vida. Como todo el mundo sabe,
ésta, la vida, es irreversiblemente política. Si preparamos el desayuno hacemos
política, si consumimos tal producto o aquél otro hacemos política, si nos
casamos hacemos política, si tenemos hijos también. Hasta el corazón y la salud
saben de política. El hombre, como ser escrupulosamente social, como creador y
producto de su tiempo, está perdido y a la vez salvado: lo primero porque
entrando en sociedad reduce su intimidad, y lo segundo porque recibe
protección. Si por un lado está sujeto a toda clase de condicionamientos sociales,
por otro es objeto de derechos. Si paga la cuota del seguro puede dormir con relativa
tranquilidad, si no burla a hacienda es probable que lo haga de un tirón, si
consigue comprender a un recalcitrante vecino construccionista puede que el
concejal de bienestar social también le comprenda a él, y si trabaja siempre en
equipo es probable que se desarrolle y desaparezca con este.
Pero el problema llega cuando la norma es
perversa, momento en el cual se produce la opresión. Aquí el individuo cree que
la única salida decente para paliar el suplicio es pagar más de lo que le
corresponde. Pero en realidad es un inconveniente salvable, algo así como una
piedra dentro del zapato que no sin cierto engorro y esfuerzo puede sacarse. El
asunto sólo se pone más serio cuando alguien no evita —siguiendo el estúpido
ejemplo— que la piedrecita se cuele pudiendo y debiendo hacerlo, es decir, cuando
el Estado no ejercita su obligación de garantizar derechos. El individuo se
siente vulnerable y, además, defraudado.
¿Está el sistema corrompido? Desde luego.
¿Desde hace mucho tiempo? Pues en mi opinión desde que el hombre es un lobo para sí mismo, es decir, desde antes que
Plauto lo pensara empujando su rueda de molino. ¿Está lo público en manos de
unos inconscientes? (¿o en las de —cómo expresarme sin prudencia y con
precisión— unos egoístas en estado puro?) No me cabe la menor duda de que en
ambos. ¿Caben aquí sujetos tan avarientos —pero elegantes— como Sir Evelyn de
Rothschild o Christine Lagarde? ¿o tan irresponsables —pero cándidos— como
Jorge Bucay, Pat Robertson o Juan Pablo segundo? Sigue sin caberme el menor
género de duda. Y para que sirva de ejemplo, reviva el lector, si la tiene a
mano, la épica secuencia de Cayo Largo
cuando circunspecto y resignado, Frank McCloud resume en una sola palabra el fin
último de Johnny Rocco y, por extensión, de toda la condición humana: más. Más
define al hombre, pensaría Maxwell Anderson escribiendo aquél guión. Más le hace grande y a la vez ridículo,
mezquino. Más le permite poblar la
luna y enhebrar hilos por el ojo de una aguja. Más le otorga el poder de descubrir el neutrino y algunos delitos
de prevaricación (no todos), más le
permite colarse en el turno de espera de la oficina de correos, llegar a tiempo
a la expiración de su dignidad (y a la hora de la cena, añadamos), hasta ser
paciente cuando representa todo lo contrario. Más le permite ser pacífico cuando sin motivos claros suben el
precio del carburante o el impuesto de bienes inmuebles o directamente alguien
le raya el coche o le tirotean en su puesto de trabajo. Más le otorga comprender lo que significa madurar y luego no estar
de acuerdo con hacerlo. Más le permite ser capaz de todo cuando seriamente se
lo propone.
Más le proporciona cambiar su entorno, aquello
que no le gusta o le incomoda, lo que evita su protección o su convivencia
pacífica. Más se sitúa en el centro
de su ser pero necesita brazos y manos y una voz legalmente constituida al
amparo de la ley. Más es una
posibilidad del individuo y también una obligación del que se ha comprometido a
llevarla al fin de sus términos. Más
es la evolución pragmática del problema; es, de hecho, la gran solución. Su génesis
y su finalidad. El bucle. El todo y la nada.
Más es todo eso y también la manera en la
que evoluciona. Mírenme a mí (cuando tengan la oportunidad, que es inexistente
salvo si compran chocolate en supermercados Aldi): los sujetos como yo que
están enfermos de sociedad tienen en su centro un más que no progresa exactamente hacia afuera. Es complicado (y tal
vez lo explique en otra ocasión cuando hable de Jardinería comparada & Antropología pragmática: dos modos de
hacerse la vida imposible), pero los que están sanos, los que se
entusiasman con la pregunta “qué hace el hombre de sí mismo”, los que conciben
la ley a partir de no sólo la razón, sino de un nivel de exigencia colectivo,
los que necesitan hacer universal el bien propio (o local, según donde esté
empadronado), los que tratan de denunciar a quienes saltan por encima de la ley
o descubrieron que el mundo se maneja mejor desde la clandestinidad, los que creen
en la educación como un fin en sí mismo, los que no salen en diferido salvo que
sea imprescindible (o le tomaron el lado bueno)…, todos estos son, créanme, los
individuos que, entre los que hacen uso habitual del más, más me gustan.
Me gustan los ciudadanos que intentan
mejorar lo que les rodea, la ciudad, su pueblo, su barrio. Me gustan las
personas que oponen a inquebrantables directrices corporativas su propio punto
de vista o el puñetero (por aburrido) positivismo lógico, lo saquen de donde lo
saquen y lo expresen como lo expresen. Me gustan esos vecinos y vecinas de
Alhaurín de la Torre —mi pueblo a día de hoy— tan trabajadores como divertidos.
Tengo que ir, por cierto, a una de sus barbacoas. Me gusta que, legislatura
tras legislatura, apuesten por hacer las cosas con la cabeza y no con la
habilidad inmemorial de la hiena y, sobre todo, con la inconmensurable virtud de
la transparencia. Me gusta Alhaurín
Despierta. Me gusta Equo. Me
gusta Electores. Me gusta Partido X. Me gusta que estos ciudadanos
se entiendan estupendamente entre ellos y que monten con palés su caseta de la
feria (aunque luego venga el alcalde y se la tire); me gusta que expliquen
claramente sus proyectos de gobierno y que sean, al cabo, tan inteligentes como
para no saber por qué su más está
situado lo suficientemente lejos de los motivos del lobo: allí, donde el sentido
común de las personas.