sábado, 21 de febrero de 2015

Madurar

               Madurar consiste, entre otros procesos de adaptación al mundo, en entender el significado del término miserable. Es valorar con honestidad si lo somos realmente y si de verdad necesitamos serlo, mirar las cosas desde lo más arriba posible desprendidos de su natural aquiescencia, deshacerse de los objetos que creemos imprescindibles o adjuntos al recuerdo (la vieja camiseta firmada por Leonard Cohen, el gordini verde del abuelo o los calzoncillos amorosos de los sábados), es comprender que en la vida hay cosas sin sentido pero apreciarlas o no sí puede tenerlo para nosotros.
                Madurar significa asumir pérdidas importantes como la muerte de tus padres o la de un buen amigo; encajar la buena y la mala fortuna, lo relativo de algunos conceptos inmutables como el iusnaturalismo, el positivismo lógico o la puntualidad inglesa; prescindir de psicoterapeuta al renunciar a toda clase de favores (salvo que sean para tus hijos), la despreocupación de no aparecer —cuando debiéramos— en República de las Letras, Clarín, y la revista de la comunidad de vecinos; significa no medir nuestra altura moral por el deber-ser o los consejos deónticos del profesor de gimnasia (que al fin y al cabo equivalen a más o menos lo mismo); es no dramatizar si quedamos últimos en una carrera de caracoles o de ciencias de la información, por citar dos ejemplos que no perjudican la salud; es no quejarse más de lo necesario cuando nos reemplazan al médico de cabecera o el programa anual del Club de Lectura (que incluye grandes novedades editoriales de Eduardo Punset, Risto Mejide o del poeta del municipio*).
                Madurar comporta trabajar, si no tenemos más remedio, de lo que podamos (salvo si recibimos una herencia generosa o equivalente obsequio, o deseamos darle sentido a la vida exclusivamente a través de respetables ejercicios retribuidos que no nos permiten caer en el más profundo vacío existencial). Madurar entraña no derrochar el tiempo tratando de entender discursos absurdos y —dicho sea de paso— a algunos directores de cine español. También añado algunos fenómenos chispeantes que no puedo resistirme a citar aquí:
               
                1) la perfopoesía como manifestación social del mamífero estrepsirrino,
                2) el asociacionismo artístico como fenómeno fisiológico,
                3) y por último pero no por ello menos importante, las uñas postizas verde fosforescente.

                Madurar es solicitar una tutoría al profesor o profesora de tu hijo y, llegado el momento de la cita, expresarle con delectación la no necesidad de adelantar el momento en que la vida tortura a las personas, sobre todo a los niños, cuya lesión puede evitarse dejando de citar en clase, repetidamente, a personajes tan solventes como Rafael Alberti o Manolito Gafotas o, más fácil aún, dejar de seguir la programación didáctica de la consejería de educación. Madurar es comprender que la industria farmacéutica domina el mundo junto al hijo menor de los Rockefeller —que desea ser una estrella en twitter pero su madre no le deja— y Omar Al Shishani, el diablo más respetado en el ranking de malvados de este mes; es además, en relación a este conmovedor trío, entender que no puedes hacer mucho al respecto salvo dejar tu vida a un lado y enfundarte otra muy distinta y comprometida, que además requiere altas dosis de entusiasmo y poco sentido del humor; es asumir que el mundo lo integran fundamentalmente dos clases de personas: las que por fuerza han de esperar y las que no lo necesitan, de lo que se desprende la siguiente reflexión tan carente de fundamento cómo de originalidad: si estás en el primer grupo, madurar es para ti tener más paciencia de la que creías poseer (y aún así insuficiente para entender el sentido de vivir), y, si estás en el segundo, no tiene efecto apreciable en tu mundo ajeno a la sensatez.
                En mi caso, cuando me paro a pensar si soy una persona madura o no, llevo a cabo un breve examen sustancialmente ridículo pero infalible: primero compruebo cuántos días tardo (valor a) en gastar todo mi efectivo proveniente de ingresos extraordinarios para objetos de lujo (como aceitunas aloreñas, confitura de ruibardo, polvo de pirovalerona, pelotas anti-estrés, o los honorarios de mi consejero espiritual), y anoto en una libreta con candado si me arrepiento de hacerlo. En caso negativo, calculo el tiempo que pasa hasta volver a gastarme una nueva inyección de felicidad (valor b1), y si resulta lo contrario visito al médico de cabecera para que erradique mi instinto de conservación cuyo plazo de mitigación absoluta igualmente anoto en la libreta con candado (valor b2). Para finalizar multiplico el valor (b1) por el valor (b2) y lo divido entre el valor (a), resultado que coloco en la siguiente escala:
                1) valor resultante superior a 50: soy un individuo inmaduro sin remedio,
                2) valor resultante superior a 50 e inferior a 60: soy un individuo inmaduro con posibilidades de madurar,
                3) valor resultante superior a 60: soy un individuo completamente maduro y es altamente probable que me quede en la ruina.

                Uno que diciendo estas cosas parece estar bastante colgado o se le fue la mano con la vinagreta en la ensalada, sabe, no obstante, que para solucionar esta incógnita debe, una vez entendido el significado del término miserable, averiguar cuál es la mejor manera de estar solo en el mundo.


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*En todo municipio de menos de 50.000 habitantes hay siempre uno, cuyo puesto lo hereda directamente de su ascendiente.