Madurar
consiste, entre otros procesos de adaptación al mundo, en entender el significado
del término miserable. Es valorar con
honestidad si lo somos realmente y si de verdad necesitamos serlo, mirar las
cosas desde lo más arriba posible desprendidos de su natural aquiescencia, deshacerse
de los objetos que creemos imprescindibles o adjuntos al recuerdo (la vieja camiseta
firmada por Leonard Cohen, el gordini
verde del abuelo o los calzoncillos amorosos de los sábados), es comprender que
en la vida hay cosas sin sentido pero apreciarlas o no sí puede tenerlo para
nosotros.
Madurar significa asumir
pérdidas importantes como la muerte de tus padres o la de un buen amigo; encajar
la buena y la mala fortuna, lo relativo de algunos conceptos inmutables como el
iusnaturalismo, el positivismo lógico o la puntualidad inglesa; prescindir de psicoterapeuta
al renunciar a toda clase de favores (salvo que sean para tus hijos), la despreocupación
de no aparecer —cuando debiéramos— en República
de las Letras, Clarín, y la
revista de la comunidad de vecinos; significa no medir nuestra altura moral por
el deber-ser o los consejos deónticos
del profesor de gimnasia (que al fin y al cabo equivalen a más o menos lo mismo);
es no dramatizar si quedamos últimos en una carrera de caracoles o de ciencias
de la información, por citar dos ejemplos que no perjudican la salud; es no quejarse
más de lo necesario cuando nos reemplazan al médico de cabecera o el programa
anual del Club de Lectura (que incluye grandes novedades editoriales de Eduardo
Punset, Risto Mejide o del poeta del municipio*).
Madurar comporta trabajar, si no
tenemos más remedio, de lo que podamos (salvo si recibimos una herencia
generosa o equivalente obsequio, o deseamos darle sentido a la vida exclusivamente
a través de respetables ejercicios retribuidos que no nos permiten caer en el más
profundo vacío existencial). Madurar entraña no derrochar el tiempo tratando de
entender discursos absurdos y —dicho sea de paso— a algunos directores de cine
español. También añado algunos fenómenos chispeantes que no puedo resistirme a citar
aquí:
1) la perfopoesía como manifestación social del mamífero
estrepsirrino,
2) el asociacionismo artístico como fenómeno fisiológico,
3) y por último pero no por ello menos importante, las
uñas postizas verde fosforescente.
Madurar es solicitar una tutoría
al profesor o profesora de tu hijo y, llegado el momento de la cita, expresarle
con delectación la no necesidad de adelantar el momento en que la vida tortura a
las personas, sobre todo a los niños, cuya lesión puede evitarse dejando de citar
en clase, repetidamente, a personajes tan solventes como Rafael Alberti o Manolito
Gafotas o, más fácil aún, dejar de seguir la programación didáctica de la
consejería de educación. Madurar es comprender que la industria farmacéutica
domina el mundo junto al hijo menor de los Rockefeller —que desea ser una
estrella en twitter pero su madre no
le deja— y Omar Al Shishani, el diablo más respetado en el ranking de malvados de
este mes; es además, en relación a este conmovedor trío, entender que no puedes
hacer mucho al respecto salvo dejar tu vida a un lado y enfundarte otra muy
distinta y comprometida, que además requiere altas dosis de entusiasmo y poco
sentido del humor; es asumir que el mundo lo integran fundamentalmente dos
clases de personas: las que por fuerza han de esperar y las que no lo necesitan,
de lo que se desprende la siguiente reflexión tan carente de fundamento cómo de
originalidad: si estás en el primer grupo, madurar es para ti tener más
paciencia de la que creías poseer (y aún así insuficiente para entender el
sentido de vivir), y, si estás en el segundo, no tiene efecto apreciable en tu
mundo ajeno a la sensatez.
En mi caso, cuando me paro a
pensar si soy una persona madura o no, llevo a cabo un breve examen sustancialmente
ridículo pero infalible: primero compruebo cuántos días tardo (valor a) en gastar todo mi efectivo proveniente
de ingresos extraordinarios para objetos de lujo (como aceitunas aloreñas, confitura
de ruibardo, polvo de pirovalerona, pelotas anti-estrés, o los honorarios de mi
consejero espiritual), y anoto en una libreta con candado si me arrepiento de hacerlo.
En caso negativo, calculo el tiempo que pasa hasta volver a gastarme una nueva
inyección de felicidad (valor b1), y si
resulta lo contrario visito al médico de cabecera para que erradique mi
instinto de conservación cuyo plazo de mitigación absoluta igualmente anoto en
la libreta con candado (valor b2). Para
finalizar multiplico el valor (b1) por el valor (b2) y lo divido entre el valor
(a), resultado que coloco en la siguiente escala:
1) valor resultante superior a
50: soy un individuo inmaduro sin remedio,
2) valor resultante superior a
50 e inferior a 60: soy un individuo inmaduro con posibilidades de madurar,
3) valor resultante superior a
60: soy un individuo completamente maduro y es altamente probable que me quede
en la ruina.
Uno que diciendo estas cosas
parece estar bastante colgado o se le fue la mano con la vinagreta en la
ensalada, sabe, no obstante, que para solucionar esta incógnita debe, una vez
entendido el significado del término miserable, averiguar cuál es la mejor
manera de estar solo en el mundo.
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*En
todo municipio de menos de 50.000 habitantes hay siempre uno, cuyo puesto lo
hereda directamente de su ascendiente.