miércoles, 20 de mayo de 2015

Qué digo exactamente cuando preguntan por qué escribo



   Mi centro más clarividente, la materia más pura de mi razonamiento hipopóntide* es, me temo, tan profunda y trascendental como una alcachofa, y tan imprescindible como mis calzoncillos largos. Al lado de cualquier empirista autorizado me hace sentir, además, bastante ridículo. Pero me explico. Para mí (y la quinceava parte del uno por ciento de mis lectores) el sueño es muscular**. Si, pongamos, en la inauguración de una exposición ready-made me acerco al autor y le expreso con insistencia pero diplomacia un gran interés en incluir mi tórax desnudo en su próxima instalación, tengo la oportunidad de divulgar a unos pocos desconocidos mi método natural de producir miel (y demostrar que soy una persona eminentemente dulce); si en el mostrador de denuncias de una comisaría pregunto dónde encontrar armonía y paz durante reuniones vecinales, el agente de turno me ofrece caramelos de mostrador y telefonea con disimulo al UHSM; si durante una lección de derecho eclesiástico invoco el principio de parsimonia según el cual se no debiera existir el derecho eclesiástico, saco de bueno dejar la carrera (y recuperar mi sana obsesión por las chinchetas o el polvillo del escozor); si durante un dictado*** levanto la mano y confieso en voz alta que mi balbuceo congénito se manifiesta exclusivamente escribiendo, consigo trazar la D mayúscula más hermosa de toda mi generación (aunque luego no sepa para qué sirve trazar una D mayúscula realmente hermosa); si alguien frente a mí en la mesa de un restaurante expurga con insistencia el platillo de las aceitunas sin intención de comerlas, unto mantequilla a mis ojos y seguidamente anudo su mantel a mi camisa; si en la calle observo a alguien montar una huelga de hambre me acerco y le animo a que continúe así hasta descubrir las ventajas de la autoindulgencia (aunque luego en su casa reviente comiendo); si en algún libro de poemas encuentro una fórmula de física y resulta que la crítica en espectacular mayoría asegura que declamadas con megáfono condensan el cénit de la nueva deconstrucción poética, me deprimo hasta el punto de escribir una jitanjáfora titulada Pavor al efecto venturi (acompañada —eso sí— de neologismos como hermobinario y fotopropilapcia, tras lo cual quedo completamente exhausto); si en las fiestas municipales celebradas enfrente de mi casa, el alcalde (tan sabio como un botijo y tan astuto como una hiena) se atraganta con el pellejo de un altramuz o se intoxica con la fideuá, vuelvo a creer en Dios (y por tanto, reconsidero cambiar por completo todo mi vestuario); y si me preguntan por qué escribo, siempre contesto con la misma frase: hay temas que es mejor no tocar (aunque a los pocos minutos me sube al pecho un calor extraordinario y voy corriendo a abrazar a algún miembro de mi familia y al inspector que revisó por segunda vez mi borrador de la declaración de la renta, no necesariamente en ese orden). Compréndanme. Toda la fuente de conocimiento de la cual abuso para escribir lo más discreto y lo más rotundo, lo más ingenuo y lo más retorcido, tiene su sentido de existir cuando de alguna manera que desconozco produce un poco de misterio y bastante de euforia, y definitivamente me impide mentir.

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*Está suficientemente demostrado que los Hipopóntides de Ática tenían control total sobre la euforia, y que a consecuencia de ello podían, entre otras habilidades, amarse en las copas de los árboles, vaticinar la muerte y recolectar chumbos con las manos.

**Básicamente, el procedimiento consiste en que alguien me chupa una oreja o se sube a mi pie habiéndolo soñado durante al menos una semana. Como variante posible, observamos el fenómeno contrario: duermo como un bebé mientras tiene lugar la lamedura o el pisotón (y por tanto, mantengo a raya la felicidad).


***Mi terror a los dictados hacía que de jovencito me orinase encima, pero a menudo conseguía disimular con la bolsa del bocadillo o el estuche de los lápices.