Mi centro
más clarividente, la materia más pura de mi razonamiento hipopóntide* es, me
temo, tan profunda y trascendental como una alcachofa, y tan imprescindible
como mis calzoncillos largos. Al lado de cualquier empirista autorizado me hace
sentir, además, bastante ridículo. Pero me explico. Para mí (y la quinceava
parte del uno por ciento de mis lectores) el sueño es muscular**. Si, pongamos,
en la inauguración de una exposición ready-made me acerco al autor y le expreso
con insistencia pero diplomacia un gran interés en incluir mi tórax desnudo en
su próxima instalación, tengo la oportunidad de divulgar a unos pocos
desconocidos mi método natural de producir miel (y demostrar que soy una
persona eminentemente dulce); si en el mostrador de denuncias de una comisaría
pregunto dónde encontrar armonía y paz durante reuniones vecinales, el agente
de turno me ofrece caramelos de mostrador y telefonea con disimulo al UHSM; si
durante una lección de derecho eclesiástico invoco el principio de parsimonia
según el cual se no debiera existir el derecho eclesiástico, saco de bueno
dejar la carrera (y recuperar mi sana obsesión por las chinchetas o el polvillo
del escozor); si durante un dictado*** levanto la mano y confieso en voz alta
que mi balbuceo congénito se manifiesta exclusivamente escribiendo, consigo
trazar la D mayúscula más hermosa de toda mi generación (aunque luego no sepa
para qué sirve trazar una D mayúscula realmente hermosa); si alguien frente a
mí en la mesa de un restaurante expurga con insistencia el platillo de las
aceitunas sin intención de comerlas, unto mantequilla a mis ojos y seguidamente
anudo su mantel a mi camisa; si en la calle observo a alguien montar una huelga
de hambre me acerco y le animo a que continúe así hasta descubrir las ventajas
de la autoindulgencia (aunque luego en su casa reviente comiendo); si en algún
libro de poemas encuentro una fórmula de física y resulta que la crítica en
espectacular mayoría asegura que declamadas con megáfono condensan el cénit de
la nueva deconstrucción poética, me deprimo hasta el punto de escribir una
jitanjáfora titulada Pavor
al efecto venturi (acompañada
—eso sí— de neologismos como hermobinario y fotopropilapcia, tras lo cual quedo
completamente exhausto); si en las fiestas municipales celebradas enfrente de
mi casa, el alcalde (tan sabio como un botijo y tan astuto como una hiena) se
atraganta con el pellejo de un altramuz o se intoxica con la fideuá, vuelvo a
creer en Dios (y por tanto, reconsidero cambiar por completo todo mi
vestuario); y si me preguntan por qué escribo, siempre contesto con la misma
frase: hay temas que es mejor no tocar (aunque a los pocos minutos me sube al
pecho un calor extraordinario y voy corriendo a abrazar a algún miembro de
mi familia y al inspector que revisó por segunda vez mi borrador de la
declaración de la renta, no necesariamente en ese orden). Compréndanme. Toda la
fuente de conocimiento de la cual abuso para escribir lo más
discreto y lo más rotundo, lo más ingenuo y lo más retorcido, tiene su sentido
de existir cuando de alguna manera que desconozco produce un poco de misterio y
bastante de euforia, y definitivamente me impide mentir.
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*Está
suficientemente demostrado que los Hipopóntides de Ática tenían control total
sobre la euforia, y que a consecuencia de ello podían, entre otras habilidades,
amarse en las copas de los árboles, vaticinar la muerte y recolectar chumbos
con las manos.
**Básicamente,
el procedimiento consiste en que alguien me chupa una oreja o se sube a mi pie
habiéndolo soñado durante al menos una semana. Como variante posible,
observamos el fenómeno contrario: duermo como un bebé mientras tiene lugar la
lamedura o el pisotón (y por tanto, mantengo a raya la felicidad).
***Mi terror
a los dictados hacía que de jovencito me orinase encima, pero a menudo
conseguía disimular con la bolsa del bocadillo o el estuche de los lápices.