Tal es la pureza celeste de mi
inocencia, tal es el diamantino esplendor de mi alma de ardilla, que hoy me he
llevado, de golpe y porrazo, seis grandes decepciones entre las diez que
podrían haber sido en total. Aquí las enumero por orden de menor a mayor importancia: 1) “Si te orinas en la piscina te rodea una
burbuja roja”: mal, muy mal para mi pobre vejiga. Cuánto debió sufrir cuando
apenas llegaba al arriate, sacaba el miembro frío y ávido, y apretaba fuerte
entre los pinos. 2) “Si te tragas un chicle se te pega en las tripas”: muy mal
también para mi cultura gastronómica y mi estómago, al que nunca permití
experimentar el fenómeno. 3) “A Ana Obregón le explotó un implante de silicona mientras
volaba en avión”: este ha sido el fin de uno de los mayores sufrimientos de mi
febril y tierna imaginación. 4) “Si dices Verónica tres veces delante de un
espejo se te aparece un fantasma”: juro por las juntas de mi cuerpo
invertebrado que no sólo susurré su nombre muchas veces sino que la llamé a
voces y también le puse una generosa ración de ibéricos en la jabonera del
lavabo. Nunca apareció la muy zorra. 5) “Si te achinas los ojos puedes ver
perfectamente las pelis codificadas de Canal Plus”: mi espíritu de la picardía
en siniestra alianza con mis ojos de cuchara siempre lo intentaron sobre las
seis de la tarde, justo a la hora de los filmes de acción. Y por último, la más
demoledora, 6) “Los monos marinos”. Juro por las entrañas de David Copperfield que
yo tenía uno vivo dentro de un tarro de cristal. Y es más: creo que aún lo
tengo por algún rincón de mi escritorio junto a la dentadura de oro de mi
abuelo y la cabeza reducida de mi ex vecino.
lunes, 7 de diciembre de 2015
miércoles, 20 de mayo de 2015
Qué digo exactamente cuando preguntan por qué escribo
Mi centro
más clarividente, la materia más pura de mi razonamiento hipopóntide* es, me
temo, tan profunda y trascendental como una alcachofa, y tan imprescindible
como mis calzoncillos largos. Al lado de cualquier empirista autorizado me hace
sentir, además, bastante ridículo. Pero me explico. Para mí (y la quinceava
parte del uno por ciento de mis lectores) el sueño es muscular**. Si, pongamos,
en la inauguración de una exposición ready-made me acerco al autor y le expreso
con insistencia pero diplomacia un gran interés en incluir mi tórax desnudo en
su próxima instalación, tengo la oportunidad de divulgar a unos pocos
desconocidos mi método natural de producir miel (y demostrar que soy una
persona eminentemente dulce); si en el mostrador de denuncias de una comisaría
pregunto dónde encontrar armonía y paz durante reuniones vecinales, el agente
de turno me ofrece caramelos de mostrador y telefonea con disimulo al UHSM; si
durante una lección de derecho eclesiástico invoco el principio de parsimonia
según el cual se no debiera existir el derecho eclesiástico, saco de bueno
dejar la carrera (y recuperar mi sana obsesión por las chinchetas o el polvillo
del escozor); si durante un dictado*** levanto la mano y confieso en voz alta
que mi balbuceo congénito se manifiesta exclusivamente escribiendo, consigo
trazar la D mayúscula más hermosa de toda mi generación (aunque luego no sepa
para qué sirve trazar una D mayúscula realmente hermosa); si alguien frente a
mí en la mesa de un restaurante expurga con insistencia el platillo de las
aceitunas sin intención de comerlas, unto mantequilla a mis ojos y seguidamente
anudo su mantel a mi camisa; si en la calle observo a alguien montar una huelga
de hambre me acerco y le animo a que continúe así hasta descubrir las ventajas
de la autoindulgencia (aunque luego en su casa reviente comiendo); si en algún
libro de poemas encuentro una fórmula de física y resulta que la crítica en
espectacular mayoría asegura que declamadas con megáfono condensan el cénit de
la nueva deconstrucción poética, me deprimo hasta el punto de escribir una
jitanjáfora titulada Pavor
al efecto venturi (acompañada
—eso sí— de neologismos como hermobinario y fotopropilapcia, tras lo cual quedo
completamente exhausto); si en las fiestas municipales celebradas enfrente de
mi casa, el alcalde (tan sabio como un botijo y tan astuto como una hiena) se
atraganta con el pellejo de un altramuz o se intoxica con la fideuá, vuelvo a
creer en Dios (y por tanto, reconsidero cambiar por completo todo mi
vestuario); y si me preguntan por qué escribo, siempre contesto con la misma
frase: hay temas que es mejor no tocar (aunque a los pocos minutos me sube al
pecho un calor extraordinario y voy corriendo a abrazar a algún miembro de
mi familia y al inspector que revisó por segunda vez mi borrador de la
declaración de la renta, no necesariamente en ese orden). Compréndanme. Toda la
fuente de conocimiento de la cual abuso para escribir lo más
discreto y lo más rotundo, lo más ingenuo y lo más retorcido, tiene su sentido
de existir cuando de alguna manera que desconozco produce un poco de misterio y
bastante de euforia, y definitivamente me impide mentir.
-----
*Está
suficientemente demostrado que los Hipopóntides de Ática tenían control total
sobre la euforia, y que a consecuencia de ello podían, entre otras habilidades,
amarse en las copas de los árboles, vaticinar la muerte y recolectar chumbos
con las manos.
**Básicamente,
el procedimiento consiste en que alguien me chupa una oreja o se sube a mi pie
habiéndolo soñado durante al menos una semana. Como variante posible,
observamos el fenómeno contrario: duermo como un bebé mientras tiene lugar la
lamedura o el pisotón (y por tanto, mantengo a raya la felicidad).
***Mi terror
a los dictados hacía que de jovencito me orinase encima, pero a menudo
conseguía disimular con la bolsa del bocadillo o el estuche de los lápices.
lunes, 16 de marzo de 2015
El ser íntegramente sensible está por encima del noúmeno, pero tarde o temprano ha de subirse al autobús
(A J. C. M. Manzano)
En
una consulta de urgencias, acompañando a Juan Carlos que iba muy preocupado
porque había recibido un memorable mordisco de un alto cargo de la
administración local y de cuya herida salía, al pellizcarse, una especie de
engrudo rosáceo, escuché lo siguiente:
—Verá
usted, señor Martínez, el síntoma es claro y lo tenemos bien catalogado. Su
sangre maciza es la manifestación común en una clase de pacientes que, como
usted, deforman la realidad. Pero no se preocupe. Le diré lo que debe hacer a
partir de ahora: cambiar de género literario. De no hacerlo corre el riesgo de quedarse
en estado de tuerca. Y a día de hoy, tal y como están las cosas, eso significa ser
alguien. Si usted desea llevar una vida social sana, en continuo diálogo con
sus lectores y críticos, incluso con sus compañeros de profesión, escriba
ficción. Hágame caso y en unos meses notará un cambio considerable. Para
comprobar, de hecho, la mejoría, métase por ejemplo en un autobús interurbano y
espere hasta alcanzar la mitad del trayecto. Desnúdese con discreción al fondo
del pasillo y abra la puerta trasera para seguidamente bajarse en marcha.
Aunque le parezca una acción temible, relaje sus miembros y ruede con naturalidad,
como si le hiciera un descosido al aire. Al fin detenido donde sea, asómese a
sus rodillas y sus codos, contemple con prístina perspectiva la originaria liquidez de su cuerpo y, no sin antes asegurarse de que la gente le mira, diga
las cosas como las ve.
sábado, 21 de febrero de 2015
Madurar
Madurar
consiste, entre otros procesos de adaptación al mundo, en entender el significado
del término miserable. Es valorar con
honestidad si lo somos realmente y si de verdad necesitamos serlo, mirar las
cosas desde lo más arriba posible desprendidos de su natural aquiescencia, deshacerse
de los objetos que creemos imprescindibles o adjuntos al recuerdo (la vieja camiseta
firmada por Leonard Cohen, el gordini
verde del abuelo o los calzoncillos amorosos de los sábados), es comprender que
en la vida hay cosas sin sentido pero apreciarlas o no sí puede tenerlo para
nosotros.
Madurar significa asumir
pérdidas importantes como la muerte de tus padres o la de un buen amigo; encajar
la buena y la mala fortuna, lo relativo de algunos conceptos inmutables como el
iusnaturalismo, el positivismo lógico o la puntualidad inglesa; prescindir de psicoterapeuta
al renunciar a toda clase de favores (salvo que sean para tus hijos), la despreocupación
de no aparecer —cuando debiéramos— en República
de las Letras, Clarín, y la
revista de la comunidad de vecinos; significa no medir nuestra altura moral por
el deber-ser o los consejos deónticos
del profesor de gimnasia (que al fin y al cabo equivalen a más o menos lo mismo);
es no dramatizar si quedamos últimos en una carrera de caracoles o de ciencias
de la información, por citar dos ejemplos que no perjudican la salud; es no quejarse
más de lo necesario cuando nos reemplazan al médico de cabecera o el programa
anual del Club de Lectura (que incluye grandes novedades editoriales de Eduardo
Punset, Risto Mejide o del poeta del municipio*).
Madurar comporta trabajar, si no
tenemos más remedio, de lo que podamos (salvo si recibimos una herencia
generosa o equivalente obsequio, o deseamos darle sentido a la vida exclusivamente
a través de respetables ejercicios retribuidos que no nos permiten caer en el más
profundo vacío existencial). Madurar entraña no derrochar el tiempo tratando de
entender discursos absurdos y —dicho sea de paso— a algunos directores de cine
español. También añado algunos fenómenos chispeantes que no puedo resistirme a citar
aquí:
1) la perfopoesía como manifestación social del mamífero
estrepsirrino,
2) el asociacionismo artístico como fenómeno fisiológico,
3) y por último pero no por ello menos importante, las
uñas postizas verde fosforescente.
Madurar es solicitar una tutoría
al profesor o profesora de tu hijo y, llegado el momento de la cita, expresarle
con delectación la no necesidad de adelantar el momento en que la vida tortura a
las personas, sobre todo a los niños, cuya lesión puede evitarse dejando de citar
en clase, repetidamente, a personajes tan solventes como Rafael Alberti o Manolito
Gafotas o, más fácil aún, dejar de seguir la programación didáctica de la
consejería de educación. Madurar es comprender que la industria farmacéutica
domina el mundo junto al hijo menor de los Rockefeller —que desea ser una
estrella en twitter pero su madre no
le deja— y Omar Al Shishani, el diablo más respetado en el ranking de malvados de
este mes; es además, en relación a este conmovedor trío, entender que no puedes
hacer mucho al respecto salvo dejar tu vida a un lado y enfundarte otra muy
distinta y comprometida, que además requiere altas dosis de entusiasmo y poco
sentido del humor; es asumir que el mundo lo integran fundamentalmente dos
clases de personas: las que por fuerza han de esperar y las que no lo necesitan,
de lo que se desprende la siguiente reflexión tan carente de fundamento cómo de
originalidad: si estás en el primer grupo, madurar es para ti tener más
paciencia de la que creías poseer (y aún así insuficiente para entender el
sentido de vivir), y, si estás en el segundo, no tiene efecto apreciable en tu
mundo ajeno a la sensatez.
En mi caso, cuando me paro a
pensar si soy una persona madura o no, llevo a cabo un breve examen sustancialmente
ridículo pero infalible: primero compruebo cuántos días tardo (valor a) en gastar todo mi efectivo proveniente
de ingresos extraordinarios para objetos de lujo (como aceitunas aloreñas, confitura
de ruibardo, polvo de pirovalerona, pelotas anti-estrés, o los honorarios de mi
consejero espiritual), y anoto en una libreta con candado si me arrepiento de hacerlo.
En caso negativo, calculo el tiempo que pasa hasta volver a gastarme una nueva
inyección de felicidad (valor b1), y si
resulta lo contrario visito al médico de cabecera para que erradique mi
instinto de conservación cuyo plazo de mitigación absoluta igualmente anoto en
la libreta con candado (valor b2). Para
finalizar multiplico el valor (b1) por el valor (b2) y lo divido entre el valor
(a), resultado que coloco en la siguiente escala:
1) valor resultante superior a
50: soy un individuo inmaduro sin remedio,
2) valor resultante superior a
50 e inferior a 60: soy un individuo inmaduro con posibilidades de madurar,
3) valor resultante superior a
60: soy un individuo completamente maduro y es altamente probable que me quede
en la ruina.
Uno que diciendo estas cosas
parece estar bastante colgado o se le fue la mano con la vinagreta en la
ensalada, sabe, no obstante, que para solucionar esta incógnita debe, una vez
entendido el significado del término miserable, averiguar cuál es la mejor
manera de estar solo en el mundo.
--
*En
todo municipio de menos de 50.000 habitantes hay siempre uno, cuyo puesto lo
hereda directamente de su ascendiente.
martes, 27 de enero de 2015
Alhaurín despierta
Salvo excepciones extraordinarias (se me
ocurren algunas pero no es lugar para describirlas), a nadie le gusta ser
oprimido. Del significado de la palabra opresión se desprenden diferentes niveles
de intensidad si bien en todos hay dos denominadores comunes: el del malestar hacia
la relación autócrata-tiranizado (sustitúyanse los términos como se desee), y el
de extenderse hacia múltiples parcelas de la vida. Como todo el mundo sabe,
ésta, la vida, es irreversiblemente política. Si preparamos el desayuno hacemos
política, si consumimos tal producto o aquél otro hacemos política, si nos
casamos hacemos política, si tenemos hijos también. Hasta el corazón y la salud
saben de política. El hombre, como ser escrupulosamente social, como creador y
producto de su tiempo, está perdido y a la vez salvado: lo primero porque
entrando en sociedad reduce su intimidad, y lo segundo porque recibe
protección. Si por un lado está sujeto a toda clase de condicionamientos sociales,
por otro es objeto de derechos. Si paga la cuota del seguro puede dormir con relativa
tranquilidad, si no burla a hacienda es probable que lo haga de un tirón, si
consigue comprender a un recalcitrante vecino construccionista puede que el
concejal de bienestar social también le comprenda a él, y si trabaja siempre en
equipo es probable que se desarrolle y desaparezca con este.
Pero el problema llega cuando la norma es
perversa, momento en el cual se produce la opresión. Aquí el individuo cree que
la única salida decente para paliar el suplicio es pagar más de lo que le
corresponde. Pero en realidad es un inconveniente salvable, algo así como una
piedra dentro del zapato que no sin cierto engorro y esfuerzo puede sacarse. El
asunto sólo se pone más serio cuando alguien no evita —siguiendo el estúpido
ejemplo— que la piedrecita se cuele pudiendo y debiendo hacerlo, es decir, cuando
el Estado no ejercita su obligación de garantizar derechos. El individuo se
siente vulnerable y, además, defraudado.
¿Está el sistema corrompido? Desde luego.
¿Desde hace mucho tiempo? Pues en mi opinión desde que el hombre es un lobo para sí mismo, es decir, desde antes que
Plauto lo pensara empujando su rueda de molino. ¿Está lo público en manos de
unos inconscientes? (¿o en las de —cómo expresarme sin prudencia y con
precisión— unos egoístas en estado puro?) No me cabe la menor duda de que en
ambos. ¿Caben aquí sujetos tan avarientos —pero elegantes— como Sir Evelyn de
Rothschild o Christine Lagarde? ¿o tan irresponsables —pero cándidos— como
Jorge Bucay, Pat Robertson o Juan Pablo segundo? Sigue sin caberme el menor
género de duda. Y para que sirva de ejemplo, reviva el lector, si la tiene a
mano, la épica secuencia de Cayo Largo
cuando circunspecto y resignado, Frank McCloud resume en una sola palabra el fin
último de Johnny Rocco y, por extensión, de toda la condición humana: más. Más
define al hombre, pensaría Maxwell Anderson escribiendo aquél guión. Más le hace grande y a la vez ridículo,
mezquino. Más le permite poblar la
luna y enhebrar hilos por el ojo de una aguja. Más le otorga el poder de descubrir el neutrino y algunos delitos
de prevaricación (no todos), más le
permite colarse en el turno de espera de la oficina de correos, llegar a tiempo
a la expiración de su dignidad (y a la hora de la cena, añadamos), hasta ser
paciente cuando representa todo lo contrario. Más le permite ser pacífico cuando sin motivos claros suben el
precio del carburante o el impuesto de bienes inmuebles o directamente alguien
le raya el coche o le tirotean en su puesto de trabajo. Más le otorga comprender lo que significa madurar y luego no estar
de acuerdo con hacerlo. Más le permite ser capaz de todo cuando seriamente se
lo propone.
Más le proporciona cambiar su entorno, aquello
que no le gusta o le incomoda, lo que evita su protección o su convivencia
pacífica. Más se sitúa en el centro
de su ser pero necesita brazos y manos y una voz legalmente constituida al
amparo de la ley. Más es una
posibilidad del individuo y también una obligación del que se ha comprometido a
llevarla al fin de sus términos. Más
es la evolución pragmática del problema; es, de hecho, la gran solución. Su génesis
y su finalidad. El bucle. El todo y la nada.
Más es todo eso y también la manera en la
que evoluciona. Mírenme a mí (cuando tengan la oportunidad, que es inexistente
salvo si compran chocolate en supermercados Aldi): los sujetos como yo que
están enfermos de sociedad tienen en su centro un más que no progresa exactamente hacia afuera. Es complicado (y tal
vez lo explique en otra ocasión cuando hable de Jardinería comparada & Antropología pragmática: dos modos de
hacerse la vida imposible), pero los que están sanos, los que se
entusiasman con la pregunta “qué hace el hombre de sí mismo”, los que conciben
la ley a partir de no sólo la razón, sino de un nivel de exigencia colectivo,
los que necesitan hacer universal el bien propio (o local, según donde esté
empadronado), los que tratan de denunciar a quienes saltan por encima de la ley
o descubrieron que el mundo se maneja mejor desde la clandestinidad, los que creen
en la educación como un fin en sí mismo, los que no salen en diferido salvo que
sea imprescindible (o le tomaron el lado bueno)…, todos estos son, créanme, los
individuos que, entre los que hacen uso habitual del más, más me gustan.
Me gustan los ciudadanos que intentan
mejorar lo que les rodea, la ciudad, su pueblo, su barrio. Me gustan las
personas que oponen a inquebrantables directrices corporativas su propio punto
de vista o el puñetero (por aburrido) positivismo lógico, lo saquen de donde lo
saquen y lo expresen como lo expresen. Me gustan esos vecinos y vecinas de
Alhaurín de la Torre —mi pueblo a día de hoy— tan trabajadores como divertidos.
Tengo que ir, por cierto, a una de sus barbacoas. Me gusta que, legislatura
tras legislatura, apuesten por hacer las cosas con la cabeza y no con la
habilidad inmemorial de la hiena y, sobre todo, con la inconmensurable virtud de
la transparencia. Me gusta Alhaurín
Despierta. Me gusta Equo. Me
gusta Electores. Me gusta Partido X. Me gusta que estos ciudadanos
se entiendan estupendamente entre ellos y que monten con palés su caseta de la
feria (aunque luego venga el alcalde y se la tire); me gusta que expliquen
claramente sus proyectos de gobierno y que sean, al cabo, tan inteligentes como
para no saber por qué su más está
situado lo suficientemente lejos de los motivos del lobo: allí, donde el sentido
común de las personas.
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