lunes, 7 de diciembre de 2015

6 grandes decepciones 6

Tal es la pureza celeste de mi inocencia, tal es el diamantino esplendor de mi alma de ardilla, que hoy me he llevado, de golpe y porrazo, seis grandes decepciones entre las diez que podrían haber sido en total. Aquí las enumero por orden de menor a mayor importancia:  1) “Si te orinas en la piscina te rodea una burbuja roja”: mal, muy mal para mi pobre vejiga. Cuánto debió sufrir cuando apenas llegaba al arriate, sacaba el miembro frío y ávido, y apretaba fuerte entre los pinos. 2) “Si te tragas un chicle se te pega en las tripas”: muy mal también para mi cultura gastronómica y mi estómago, al que nunca permití experimentar el fenómeno. 3) “A Ana Obregón le explotó un implante de silicona mientras volaba en avión”: este ha sido el fin de uno de los mayores sufrimientos de mi febril y tierna imaginación. 4) “Si dices Verónica tres veces delante de un espejo se te aparece un fantasma”: juro por las juntas de mi cuerpo invertebrado que no sólo susurré su nombre muchas veces sino que la llamé a voces y también le puse una generosa ración de ibéricos en la jabonera del lavabo. Nunca apareció la muy zorra. 5) “Si te achinas los ojos puedes ver perfectamente las pelis codificadas de Canal Plus”: mi espíritu de la picardía en siniestra alianza con mis ojos de cuchara siempre lo intentaron sobre las seis de la tarde, justo a la hora de los filmes de acción. Y por último, la más demoledora, 6) “Los monos marinos”. Juro por las entrañas de David Copperfield que yo tenía uno vivo dentro de un tarro de cristal. Y es más: creo que aún lo tengo por algún rincón de mi escritorio junto a la dentadura de oro de mi abuelo y la cabeza reducida de mi ex vecino.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Qué digo exactamente cuando preguntan por qué escribo



   Mi centro más clarividente, la materia más pura de mi razonamiento hipopóntide* es, me temo, tan profunda y trascendental como una alcachofa, y tan imprescindible como mis calzoncillos largos. Al lado de cualquier empirista autorizado me hace sentir, además, bastante ridículo. Pero me explico. Para mí (y la quinceava parte del uno por ciento de mis lectores) el sueño es muscular**. Si, pongamos, en la inauguración de una exposición ready-made me acerco al autor y le expreso con insistencia pero diplomacia un gran interés en incluir mi tórax desnudo en su próxima instalación, tengo la oportunidad de divulgar a unos pocos desconocidos mi método natural de producir miel (y demostrar que soy una persona eminentemente dulce); si en el mostrador de denuncias de una comisaría pregunto dónde encontrar armonía y paz durante reuniones vecinales, el agente de turno me ofrece caramelos de mostrador y telefonea con disimulo al UHSM; si durante una lección de derecho eclesiástico invoco el principio de parsimonia según el cual se no debiera existir el derecho eclesiástico, saco de bueno dejar la carrera (y recuperar mi sana obsesión por las chinchetas o el polvillo del escozor); si durante un dictado*** levanto la mano y confieso en voz alta que mi balbuceo congénito se manifiesta exclusivamente escribiendo, consigo trazar la D mayúscula más hermosa de toda mi generación (aunque luego no sepa para qué sirve trazar una D mayúscula realmente hermosa); si alguien frente a mí en la mesa de un restaurante expurga con insistencia el platillo de las aceitunas sin intención de comerlas, unto mantequilla a mis ojos y seguidamente anudo su mantel a mi camisa; si en la calle observo a alguien montar una huelga de hambre me acerco y le animo a que continúe así hasta descubrir las ventajas de la autoindulgencia (aunque luego en su casa reviente comiendo); si en algún libro de poemas encuentro una fórmula de física y resulta que la crítica en espectacular mayoría asegura que declamadas con megáfono condensan el cénit de la nueva deconstrucción poética, me deprimo hasta el punto de escribir una jitanjáfora titulada Pavor al efecto venturi (acompañada —eso sí— de neologismos como hermobinario y fotopropilapcia, tras lo cual quedo completamente exhausto); si en las fiestas municipales celebradas enfrente de mi casa, el alcalde (tan sabio como un botijo y tan astuto como una hiena) se atraganta con el pellejo de un altramuz o se intoxica con la fideuá, vuelvo a creer en Dios (y por tanto, reconsidero cambiar por completo todo mi vestuario); y si me preguntan por qué escribo, siempre contesto con la misma frase: hay temas que es mejor no tocar (aunque a los pocos minutos me sube al pecho un calor extraordinario y voy corriendo a abrazar a algún miembro de mi familia y al inspector que revisó por segunda vez mi borrador de la declaración de la renta, no necesariamente en ese orden). Compréndanme. Toda la fuente de conocimiento de la cual abuso para escribir lo más discreto y lo más rotundo, lo más ingenuo y lo más retorcido, tiene su sentido de existir cuando de alguna manera que desconozco produce un poco de misterio y bastante de euforia, y definitivamente me impide mentir.

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*Está suficientemente demostrado que los Hipopóntides de Ática tenían control total sobre la euforia, y que a consecuencia de ello podían, entre otras habilidades, amarse en las copas de los árboles, vaticinar la muerte y recolectar chumbos con las manos.

**Básicamente, el procedimiento consiste en que alguien me chupa una oreja o se sube a mi pie habiéndolo soñado durante al menos una semana. Como variante posible, observamos el fenómeno contrario: duermo como un bebé mientras tiene lugar la lamedura o el pisotón (y por tanto, mantengo a raya la felicidad).


***Mi terror a los dictados hacía que de jovencito me orinase encima, pero a menudo conseguía disimular con la bolsa del bocadillo o el estuche de los lápices.

lunes, 16 de marzo de 2015

El ser íntegramente sensible está por encima del noúmeno, pero tarde o temprano ha de subirse al autobús

(A J. C. M. Manzano)


En una consulta de urgencias, acompañando a Juan Carlos que iba muy preocupado porque había recibido un memorable mordisco de un alto cargo de la administración local y de cuya herida salía, al pellizcarse, una especie de engrudo rosáceo, escuché lo siguiente:


—Verá usted, señor Martínez, el síntoma es claro y lo tenemos bien catalogado. Su sangre maciza es la manifestación común en una clase de pacientes que, como usted, deforman la realidad. Pero no se preocupe. Le diré lo que debe hacer a partir de ahora: cambiar de género literario. De no hacerlo corre el riesgo de quedarse en estado de tuerca. Y a día de hoy, tal y como están las cosas, eso significa ser alguien. Si usted desea llevar una vida social sana, en continuo diálogo con sus lectores y críticos, incluso con sus compañeros de profesión, escriba ficción. Hágame caso y en unos meses notará un cambio considerable. Para comprobar, de hecho, la mejoría, métase por ejemplo en un autobús interurbano y espere hasta alcanzar la mitad del trayecto. Desnúdese con discreción al fondo del pasillo y abra la puerta trasera para seguidamente bajarse en marcha. Aunque le parezca una acción temible, relaje sus miembros y ruede con naturalidad, como si le hiciera un descosido al aire. Al fin detenido donde sea, asómese a sus rodillas y sus codos, contemple con prístina perspectiva la originaria liquidez de su cuerpo y, no sin antes asegurarse de que la gente le mira, diga las cosas como las ve.



sábado, 21 de febrero de 2015

Madurar

               Madurar consiste, entre otros procesos de adaptación al mundo, en entender el significado del término miserable. Es valorar con honestidad si lo somos realmente y si de verdad necesitamos serlo, mirar las cosas desde lo más arriba posible desprendidos de su natural aquiescencia, deshacerse de los objetos que creemos imprescindibles o adjuntos al recuerdo (la vieja camiseta firmada por Leonard Cohen, el gordini verde del abuelo o los calzoncillos amorosos de los sábados), es comprender que en la vida hay cosas sin sentido pero apreciarlas o no sí puede tenerlo para nosotros.
                Madurar significa asumir pérdidas importantes como la muerte de tus padres o la de un buen amigo; encajar la buena y la mala fortuna, lo relativo de algunos conceptos inmutables como el iusnaturalismo, el positivismo lógico o la puntualidad inglesa; prescindir de psicoterapeuta al renunciar a toda clase de favores (salvo que sean para tus hijos), la despreocupación de no aparecer —cuando debiéramos— en República de las Letras, Clarín, y la revista de la comunidad de vecinos; significa no medir nuestra altura moral por el deber-ser o los consejos deónticos del profesor de gimnasia (que al fin y al cabo equivalen a más o menos lo mismo); es no dramatizar si quedamos últimos en una carrera de caracoles o de ciencias de la información, por citar dos ejemplos que no perjudican la salud; es no quejarse más de lo necesario cuando nos reemplazan al médico de cabecera o el programa anual del Club de Lectura (que incluye grandes novedades editoriales de Eduardo Punset, Risto Mejide o del poeta del municipio*).
                Madurar comporta trabajar, si no tenemos más remedio, de lo que podamos (salvo si recibimos una herencia generosa o equivalente obsequio, o deseamos darle sentido a la vida exclusivamente a través de respetables ejercicios retribuidos que no nos permiten caer en el más profundo vacío existencial). Madurar entraña no derrochar el tiempo tratando de entender discursos absurdos y —dicho sea de paso— a algunos directores de cine español. También añado algunos fenómenos chispeantes que no puedo resistirme a citar aquí:
               
                1) la perfopoesía como manifestación social del mamífero estrepsirrino,
                2) el asociacionismo artístico como fenómeno fisiológico,
                3) y por último pero no por ello menos importante, las uñas postizas verde fosforescente.

                Madurar es solicitar una tutoría al profesor o profesora de tu hijo y, llegado el momento de la cita, expresarle con delectación la no necesidad de adelantar el momento en que la vida tortura a las personas, sobre todo a los niños, cuya lesión puede evitarse dejando de citar en clase, repetidamente, a personajes tan solventes como Rafael Alberti o Manolito Gafotas o, más fácil aún, dejar de seguir la programación didáctica de la consejería de educación. Madurar es comprender que la industria farmacéutica domina el mundo junto al hijo menor de los Rockefeller —que desea ser una estrella en twitter pero su madre no le deja— y Omar Al Shishani, el diablo más respetado en el ranking de malvados de este mes; es además, en relación a este conmovedor trío, entender que no puedes hacer mucho al respecto salvo dejar tu vida a un lado y enfundarte otra muy distinta y comprometida, que además requiere altas dosis de entusiasmo y poco sentido del humor; es asumir que el mundo lo integran fundamentalmente dos clases de personas: las que por fuerza han de esperar y las que no lo necesitan, de lo que se desprende la siguiente reflexión tan carente de fundamento cómo de originalidad: si estás en el primer grupo, madurar es para ti tener más paciencia de la que creías poseer (y aún así insuficiente para entender el sentido de vivir), y, si estás en el segundo, no tiene efecto apreciable en tu mundo ajeno a la sensatez.
                En mi caso, cuando me paro a pensar si soy una persona madura o no, llevo a cabo un breve examen sustancialmente ridículo pero infalible: primero compruebo cuántos días tardo (valor a) en gastar todo mi efectivo proveniente de ingresos extraordinarios para objetos de lujo (como aceitunas aloreñas, confitura de ruibardo, polvo de pirovalerona, pelotas anti-estrés, o los honorarios de mi consejero espiritual), y anoto en una libreta con candado si me arrepiento de hacerlo. En caso negativo, calculo el tiempo que pasa hasta volver a gastarme una nueva inyección de felicidad (valor b1), y si resulta lo contrario visito al médico de cabecera para que erradique mi instinto de conservación cuyo plazo de mitigación absoluta igualmente anoto en la libreta con candado (valor b2). Para finalizar multiplico el valor (b1) por el valor (b2) y lo divido entre el valor (a), resultado que coloco en la siguiente escala:
                1) valor resultante superior a 50: soy un individuo inmaduro sin remedio,
                2) valor resultante superior a 50 e inferior a 60: soy un individuo inmaduro con posibilidades de madurar,
                3) valor resultante superior a 60: soy un individuo completamente maduro y es altamente probable que me quede en la ruina.

                Uno que diciendo estas cosas parece estar bastante colgado o se le fue la mano con la vinagreta en la ensalada, sabe, no obstante, que para solucionar esta incógnita debe, una vez entendido el significado del término miserable, averiguar cuál es la mejor manera de estar solo en el mundo.


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*En todo municipio de menos de 50.000 habitantes hay siempre uno, cuyo puesto lo hereda directamente de su ascendiente.

martes, 27 de enero de 2015

Alhaurín despierta

Salvo excepciones extraordinarias (se me ocurren algunas pero no es lugar para describirlas), a nadie le gusta ser oprimido. Del significado de la palabra opresión se desprenden diferentes niveles de intensidad si bien en todos hay dos denominadores comunes: el del malestar hacia la relación autócrata-tiranizado (sustitúyanse los términos como se desee), y el de extenderse hacia múltiples parcelas de la vida. Como todo el mundo sabe, ésta, la vida, es irreversiblemente política. Si preparamos el desayuno hacemos política, si consumimos tal producto o aquél otro hacemos política, si nos casamos hacemos política, si tenemos hijos también. Hasta el corazón y la salud saben de política. El hombre, como ser escrupulosamente social, como creador y producto de su tiempo, está perdido y a la vez salvado: lo primero porque entrando en sociedad reduce su intimidad, y lo segundo porque recibe protección. Si por un lado está sujeto a toda clase de condicionamientos sociales, por otro es objeto de derechos. Si paga la cuota del seguro puede dormir con relativa tranquilidad, si no burla a hacienda es probable que lo haga de un tirón, si consigue comprender a un recalcitrante vecino construccionista puede que el concejal de bienestar social también le comprenda a él, y si trabaja siempre en equipo es probable que se desarrolle y desaparezca con este.
Pero el problema llega cuando la norma es perversa, momento en el cual se produce la opresión. Aquí el individuo cree que la única salida decente para paliar el suplicio es pagar más de lo que le corresponde. Pero en realidad es un inconveniente salvable, algo así como una piedra dentro del zapato que no sin cierto engorro y esfuerzo puede sacarse. El asunto sólo se pone más serio cuando alguien no evita —siguiendo el estúpido ejemplo— que la piedrecita se cuele pudiendo y debiendo hacerlo, es decir, cuando el Estado no ejercita su obligación de garantizar derechos. El individuo se siente vulnerable y, además, defraudado.
¿Está el sistema corrompido? Desde luego. ¿Desde hace mucho tiempo? Pues en mi opinión desde que el hombre es un lobo para sí mismo, es decir, desde antes que Plauto lo pensara empujando su rueda de molino. ¿Está lo público en manos de unos inconscientes? (¿o en las de —cómo expresarme sin prudencia y con precisión— unos egoístas en estado puro?) No me cabe la menor duda de que en ambos. ¿Caben aquí sujetos tan avarientos —pero elegantes— como Sir Evelyn de Rothschild o Christine Lagarde? ¿o tan irresponsables —pero cándidos— como Jorge Bucay, Pat Robertson o Juan Pablo segundo? Sigue sin caberme el menor género de duda. Y para que sirva de ejemplo, reviva el lector, si la tiene a mano, la épica secuencia de Cayo Largo cuando circunspecto y resignado, Frank McCloud resume en una sola palabra el fin último de Johnny Rocco y, por extensión, de toda la condición humana: más. Más define al hombre, pensaría Maxwell Anderson escribiendo aquél guión. Más le hace grande y a la vez ridículo, mezquino. Más le permite poblar la luna y enhebrar hilos por el ojo de una aguja. Más le otorga el poder de descubrir el neutrino y algunos delitos de prevaricación (no todos), más le permite colarse en el turno de espera de la oficina de correos, llegar a tiempo a la expiración de su dignidad (y a la hora de la cena, añadamos), hasta ser paciente cuando representa todo lo contrario. Más le permite ser pacífico cuando sin motivos claros suben el precio del carburante o el impuesto de bienes inmuebles o directamente alguien le raya el coche o le tirotean en su puesto de trabajo. Más le otorga comprender lo que significa madurar y luego no estar de acuerdo con hacerlo. Más le permite ser capaz de todo cuando seriamente se lo propone.
Más le proporciona cambiar su entorno, aquello que no le gusta o le incomoda, lo que evita su protección o su convivencia pacífica. Más se sitúa en el centro de su ser pero necesita brazos y manos y una voz legalmente constituida al amparo de la ley. Más es una posibilidad del individuo y también una obligación del que se ha comprometido a llevarla al fin de sus términos. Más es la evolución pragmática del problema; es, de hecho, la gran solución. Su génesis y su finalidad. El bucle. El todo y la nada.
Más es todo eso y también la manera en la que evoluciona. Mírenme a mí (cuando tengan la oportunidad, que es inexistente salvo si compran chocolate en supermercados Aldi): los sujetos como yo que están enfermos de sociedad tienen en su centro un más que no progresa exactamente hacia afuera. Es complicado (y tal vez lo explique en otra ocasión cuando hable de Jardinería comparada & Antropología pragmática: dos modos de hacerse la vida imposible), pero los que están sanos, los que se entusiasman con la pregunta “qué hace el hombre de sí mismo”, los que conciben la ley a partir de no sólo la razón, sino de un nivel de exigencia colectivo, los que necesitan hacer universal el bien propio (o local, según donde esté empadronado), los que tratan de denunciar a quienes saltan por encima de la ley o descubrieron que el mundo se maneja mejor desde la clandestinidad, los que creen en la educación como un fin en sí mismo, los que no salen en diferido salvo que sea imprescindible (o le tomaron el lado bueno)…, todos estos son, créanme, los individuos que, entre los que hacen uso habitual del más, más me gustan.


Me gustan los ciudadanos que intentan mejorar lo que les rodea, la ciudad, su pueblo, su barrio. Me gustan las personas que oponen a inquebrantables directrices corporativas su propio punto de vista o el puñetero (por aburrido) positivismo lógico, lo saquen de donde lo saquen y lo expresen como lo expresen. Me gustan esos vecinos y vecinas de Alhaurín de la Torre —mi pueblo a día de hoy— tan trabajadores como divertidos. Tengo que ir, por cierto, a una de sus barbacoas. Me gusta que, legislatura tras legislatura, apuesten por hacer las cosas con la cabeza y no con la habilidad inmemorial de la hiena y, sobre todo, con la inconmensurable virtud de la transparencia. Me gusta Alhaurín Despierta. Me gusta Equo. Me gusta Electores. Me gusta Partido X. Me gusta que estos ciudadanos se entiendan estupendamente entre ellos y que monten con palés su caseta de la feria (aunque luego venga el alcalde y se la tire); me gusta que expliquen claramente sus proyectos de gobierno y que sean, al cabo, tan inteligentes como para no saber por qué su más está situado lo suficientemente lejos de los motivos del lobo: allí, donde el sentido común de las personas.